Crónica de un viaje a Londres

El jueves 29 de agosto encaramos un viaje hacia Europa, Daniel y yo.

Cautivada por la idea de derribar fronteras, más allá de las literales, entendí que esta propuesta resultaría transformadora y vital.

La noche previa, el armado de las valijas, el cálculo estimativo del peso (llevaba muchos ejemplares de mi libro Red para el Cangrejo), el nerviosismo por ser novatos en el aeropuerto, todo eso generó un condimento interesante que me hacía pensar: “esto no puede estresarme, es pura alegría”. Sin embargo sentí algo de temor por eso de no poder estar controlando todo…

Ciertamente el trámite de embarque fue muy sencillo y una vez pasados los controles, que me preocupaban como si yo tuviera un pedido de captura internacional, respiré aliviada.

El vuelo fue doloroso, incómodo, sumamente low cost, hasta que me sentí avergonzada de pensar “oh, qué incomodidad”, mientras por la ventanilla veía el lejano océano allá como 3000 metros abajo. Eso no es incomodidad.

Visitar Londres, en principio, me resultaba muy desafiante. Sobre todo teniendo en cuenta mi desconocimiento casi absoluto del idioma (pude decir “ténquiu dráiver!”cada vez que bajaba de un bus). Pero sabiendo que mi compañero dominaba la lengua inglesa, y, sobre todo, siendo que moraríamos esos días en casa de mi hermana Daniela y mi sobrina Sofía, que llevan meses viviendo allá, me sentí respaldada.

Lo primero fue descansar. Intentarlo. Cuando uno no acostumbra a viajar no quiere perder ni un momento, de modo que nada de dormir y salimos de paseo a recorrer el centro londinense, que se nos presentaba amable y colorido.

Contamos con el acompañamiento de una amiga de mi hermana: Marcela, que con su sonrisa lograba que le dijeran todo que YES cuando ella no balbuceaba una palabra en inglés.

Nos deslumbramos con la limpieza y el orden. 20 centavos de libra por cada vez que queríamos utilizar un baño público limpio y ordenado. Quien no los tuviere, oh, contaba con una máquina expendedora de cambio. Nadie no tiene una libra. Se trata de una ciudad muy cosmopolita en la que algunas personas generan dinero realizando trabajos que nadie haría (como mantener el baño limpio y ordenado, manejar buses a 20 km/h o juntar papelitos del césped en el parque), y otras pueden acceder a trabajos mejor remunerados si contaron con la posibilidad de tener estudios universitarios, cosa para la que en Inglaterra se necesita dinero.

A menos que sean migrantes como mi hermana y hayan desarrollado su formación académica en uno de estos países que cuentan con educación pública y gratuita, como Argentina. De más está decir que también es preciso contar con una gran valentía para dar ese paso de cambiar tan rotundamente de contexto. Felicito a mi hermana por eso.

Una cosa que me deslumbró es que el consumo es desproporcionado con respecto a lo que conocemos acá en el Sur de América: envases que se desechan, bolsitas para poner sándwichs, papeles específicos para envolver, las hojas de lechuga ya lavadas y cortadas envueltas en una bolsita… Cualquier supermercado ofrece una variedad de cosas resueltas, lo cual es muy conveniente, y sin dudas llegará más temprano que tarde a Argentina, sin embargo no dejo de preguntarme cuál es el valor real de cada producto, qué costo se le agrega por venir ya feteado, ya cortado, ya lavado…

En las inmediaciones del Palacio de Buckingham coincidimos con un set de filmación, suponemos que será una mega producción porque todo estaba lleno de camiones de equipamiento y catering, lo que nos daba hambre ya a esa hora cercana al mediodía.

Las personas ardían enloquecidas en torno a un hombrecito con pelo muy alto que cada tanto mostraba las armas, caminaba para aquí y para allá y volvía a su lugar. Aunque decir en torno no es muy certero, porque la distancia que separaba a dicho hombrecito de la multitud ardiente era muy importante.

Recorrimos el St. James Park: impactante. Vimos que se alquilaban reposeras para sentarse al sol y nos pareció una idea muy argentina. Así que aprovechamos y tomamos mates con la vianda que nos habíamos preparado.

La Ciudad de Londres tiene como característica dejar mensajes a la gente que anda por ahí: beba agua si hace calor, cuide sus cosas, ese tipo de recomendaciones que hacen que uno se sienta amparado, aunque no se sepa bien por quién. Destaco que en cada sitio, ya sea un museo, parque o edificio existen dispensers de agua fresca para rellenar las botellitas. Todo el mundo tiene una plateada de marca Costa. También destaco que en algunos sitios me aventuré a pedir “hot water” para cargar el termo y siempre me la brindaron sin cargo aunque muy muy hot y sospechando que el mate era alguna droga extraña.

Me impresionó gratamente el hecho de la accesibilidad. Es un capítulo aparte: Londres, entre otras ciudades británicas, fue bombardeada en la segunda guerra mundial, entre 1940 y 1941, y eso dejó innumerables consecuencias, como muchas personas con dificultades para desplazarse y gran cantidad de edificios destruidos que debieron ser restaurados. Pensaba también en el envejecimiento de la población (aunque no creo haber encontrado a muchos londinenses autóctonos), en las enfermedades que se naturalizan, como la diabetes, que hace que la gente circule con bombas de insulina a la vista, y sin pudor. No me tocó cruzarme con colegas pelad@s, que seguramente estarían por ahí mezclados entre los que no tienen cáncer. Mucha gente usa caminadores, que son muy prácticos porque incluyen una sillita que se abre cuando la persona no quiere caminar más y decide sentarse, e incluso algunos contaban con una conexión a una bomba de oxígeno.

Por segunda vez en un párrafo escribo la palabra bomba, y aunque lo hice para referirme a aspectos positivos, creo que en mi inconsciente no pude dejar de considerar que Londres es el epicentro de una nación invasora, que construyó su poder a fuerza del saqueo a otras naciones, que si bien fue el lugar en que se originó la Revolución Industrial, no produce casi nada de lo que allí se consume, se trata de un reino que es pionero en el sector financiero, y según un señor que encontramos en el centro de la ciudad, recibe unas 30 millones de visitas al año. Tuve que chequear el dato y el tipo tenía razón: 32.6 millones de turistas andan por Inglaterra cada año.

Andamos, ché, que nosotros anduvimos por ahí.

Entiendo que el turismo genera mucho dinero y también que el dinero se genera a fuerza de explotación y sometimiento a otras naciones. De ahí que resulte claro el asunto del Brexit, siendo que se trata de un país que cuenta con los recursos para hacer las cosas a su modo: usar el volante a la derecha, tener una moneda única que los diferencia del resto de la Comunidad europea, querer ser un país autónomo con menos inmigrantes…

Volviendo a la experiencia de argentinos de viaje, no quisimos perdernos de conocer algunos museos, pero entre el tiempo acotado y mi cansancio solo paseamos por el Tate Modern, deslumbrante, y me enorgullece haber elegido darle la espalda al British, ese que contiene todos los tesoros robados a los distintos países.

Extraordinarios los puentes que cruzan el río Tamesis, uno de ellos cuenta con intervenciones artísticas en los chicles que la gente deja caer. Impresionante. Recorrimos el London Bridge y el Millenium.

Y el Big Ben, tan mentado, estaba tapiado por mantenimiento. No me interesaba mucho.

La zona del Borough Market sí me interesó, pude ver un sinfin de gente de muchas partes del mundo y la variedad de productos que se ofrecía era extraordinaria. Me quedé con la idea de cuántas de las cosas que ahí se vendían eran oriundas de América. Entonces me sacudí un poco esa argentinez y entré a un local que solo vendía especias. Me volvió la argentinez; no dejé un céntimo en ese lugar que ofrecía variedades de orégano, azafrán, qué se yo cuántas cosas más no oriundas de Inglaterra. Después me compré una barra de pan, pero en otro negocio.

Camden fue otro destino, es un barrio muy pintoresco, lleno de barcitos a la vera del Canal. Callecitas empedradas, locales de ropa de diseño, muy interesante.

Me hizo pensar en Plaza Serrano, sin el encanto del canal, claro. Y me preguntaba a mí misma cuántas veces recorrí los pasajes empedrados de la Plaza Serrano. O contemplé las cúpulas del centro de Buenos Aires. Hay una actitud turista que es muy interesante para desarrollar en el hábitat que uno frecuenta.

Día de partida: martes a las 20:30 hs. No quiero presumir, pero es cierto que llevaba muchos ejemplares de mi libro en la valija. Estaba más pesada que lo permitido.

Esa mañana nos separaramos mi compañero y yo: él salió con  Marcela a recorrer por su lado y yo aproveché mi última mañana de tía para pasear con mi sobrina. Mi hermana ya estaba trabajando. El acuerdo clarísimo: a las 14hs almorzamos, a las 16 hs nos vamos tranquilitos al aeropuerto y nos despreocupamos.

La realidad quiso que ese día hubiera una enorme manifestación en contra del Brexit. Los buses cambiaron sus recorridos y los usuarios, que contaban con una aplicación que les avisaba, reprogramaban sus viajes.

A las 13 hs Sofía y yo ya habíamos paseado y preparado el almuerzo.

Algo tremendo de estar en otro país es la imposibilidad de comunicarse, la dependencia a internet es increíble.

En algún momento cercano a las 14 me llegó el siguiente mensaje: estamos buscando una opción. El bondi no viene.

Me lo temía: el tránsito era un caos. Pero no pude imaginar que a las 16:30, sin posibilidad de comunicación, me iría solita a buscar un recorrido alternativo.

Mi compañero anglo parlante no había llegado, y me desesperaba perder el vuelo ya que mi valija taaan pesada requería ser despachada.

Entonces me despedí de mi sobrina y empecé a hacer el camino que mi hermana me había detallado: el bus 176 hasta la estación tal, después el metro hasta el aeropuerto.

Tenía mi oyster (es como la SUBE british) y justo llegaba el bus. Me subí. Afortunadamente, por eso de la accesibilidad, todas las unidades cuentan con piso super bajo. No me costó mucho subir, abonar mi pasaje y esperar. Cuando llegue a Leicester Square hago combinación con el metro Picadilly hasta Hitrow.

Nunca llegó.

Pasaron muchas estaciones y mi destino no estaba a la vista. Me acerqué al conductor: hábilmente me había preparado un papelito que decía: “excuse me. How do i get to Hitrow airport?” Lo había buscado en el traductor, e incluso practiqué decirlo en inglés. Pero me puse tan nerviosa que no se lo podía decir. Entonces le mostré el papelito: “Oh, no today” dijo mientras se agarraba la cabeza. Y yo sólo atiné a responder: “entonces estoy lost, i am very very lost

El pobre hombre que me quería ayudar pero no tenía idea de cómo hacerlo me dio un ticket, por lo que entendí, para que no me cobraran cuando me subiera al metro que me acercara al lugar donde me tenía que tomar el otro metro para ir al aeropuerto.

No me importaba el dinero del pasaje porque me sentía verdaderamente lost, así que seguí todas las recomendaciones que me daban: no sé cómo. Algo de universal, quizás el esperanto, se apoderó de las personas a las que les pregunté “excuse me…how do i get…” Y nos fuimos entendiendo.

Me mandaron a un lugar enorme: me recordó a la Estación Constitución. Trenes que iban y venían, distintos colores de línea, vías por las que pasaba un tren que iba para un lado y después uno que se dirigía a otro lado. Estaba tan perdida que pensé: “si la muerte me sorprende, que no sea agonizando tras una quimio: que sea así, sola y perdida, arrastrando valijas en el centro de Londres” Eso me dio tanta gracia que seguí adelante, pensando en lo aventuresco y no en lo dramático.

Pude entrar al lugar correcto, el que me conectaría con el otro metro. Y todo lo que había pensado sobre accesibilidad se esfumó: escaleras. Cientos de ellas. Enormes. Y yo, más allá de estar perdida, tenía una valijota en una mano, otra más modesta en la otra mano y mi mochila.

De repente una legión de londinenses, no tuve tiempo para preguntarles si eran oriundos, me dijo: te ayudo. En inglés, claro. Y yo dije: Is very strooooonnnnnggggg, que fue lo único que se me ocurrió. En un santiamén estaban las valijas abajo, nunca olvidaré a esos anónimos solidarios que me permitieron continuar.

Pude subir al metro. Bajé en Picadilly, que era el lugar que, por lo que entendí, me permitiría conectar con el otro metro. Entonces me volví a encontrar con la misma situación de escaleras, personas que me ayudaron a bajar las valijotas e incluso alguien que, tras leer mi cartelito, me apuró: IS THIS TRAAAAAAAIN. Entonces subí, dije ténquiu muchas veces y encontré que mi tren tenía impreso en la pared el recorrido, y que me llevaría a mi destino: el airport ese.

Mientras tanto estaba el temita de mi compañero perdido. Entendí que lo podría resolver, yo tenía que presentarme antes para despachar la valija pero él podría estar media hora antes. Tenía su oyster, el tiempo a su favor, sabía inglés. ¿Qué podría salir mal?

Llegué al aeropuerto encantada por mi aventura, me conecté al wifi y mensajeé a mi hermana. El caso de la viajera very lost ya era conocido por todos, así que celebramos que yo hubiera llegado a tiempo y seguramente Daniel estaría llegando en cualquier momento.

Despaché la valija, esperé, di vueltas por el aeropuerto, hasta que de repente pensé si mi compañero no estaría ya en la zona de controles, no fuera cosa que nos desencontráramos. Ahí me dirigí, miré para todos lados, algo me hizo dudar y escuché, con un hilito de voz: “Andreeeeeeee

Era Daniel. Había corrido por la ciudad para llegar a tiempo al aeropuerto.

Seguro tuvo una aventura épica, pero él la contará.

Avisamos a todos que ya estábamos juntos y embarcamos hacia A Coruña.

Esta historia continuará.

Andrea Boq

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