Solamente dijeron que tenían unas ganas locas de comer milanesa con papas fritas.
Cuando volvieron de su día extenuante los esperaba ese plato, rebosante de fritanga y de largo tiempo de amor abnegado.
Amor-amor, nocierto
¿Saben cómo hice para preparar esa comida?
Primero lo primero:
Comprar.
Esta tarde fui a buscar la carne para las milanesas. Odio que no haya cuadrada, que es un corte barato y sabroso: siempre hay bola de lomo; qué incómodo pegarle al churrasquito y que se desarme todo.
Huevos tenía. Pan rallado, hace años que no uso: empano las milas con avena, más saludable vio. Igual yo no como carne, así que cien por ciento abnegación.
Sacerdocio de madre. Como le digan.
Compré avena, carne, papas.
Aceite para freír algo queda, algo tengo para reciclar.
Gasté una fortuna. Hoy, aguinaldo mediante, la tenía.
Entonces llego a casa y dedico media hora a la tarea de sacar la grasita, salar la carne, preparar el huevo batido, empanar o mejor dicho avenar cada milanesa.
Otra media hora en pelar papas y cortarlas parejito, porque se sabe que a igual tamaño igual tiempo de cocción, y odio que me queden papas crudas o quemadas.
Si mi sueldo me permite este lujo demencial de comida carísima, es porque tengo un trabajo, pienso.
Pero tantos hermanos y hermanas no tienen qué comer. Me espanto: comer es un lujo. No puedo salir de la idea de que se acerca fin de año (otro espanto: lo hipócrita. Me horroriza este estado de falsa armonía) Cuánta gente no tiene con qué brindar.
Y yo tiro a la basura los pedacitos de grasa que sobran, mezquinándoselos a mi gata que si se los come después vomita.
Claro que dar lo que sobra no es dar.
Casi listo el asunto, sólo resta calentar la sartén. ¿Tendré yo el mango? Si no tengo un mango. Ni la sartén tiene, porque se le rompió.
Le voy a soldar un caño o algo. Aunque no sé soldar ni tengo con qué. O sea que le voy a terminar poniendo un alambre, una percha, esas cosas que hago yo y siempre salen mal: me quemo, la percha se derrite. Cualquier cosa puede pasar en mi dulce, precario, y poco ortodoxo hogar.
Poco ortodoxo, ja. Eso explica que mis hijos no tengan tan claras las estructuras y se piensen que las milanesas con papas fritas emergen del propio deseo.
Hace años decidí mi carrera. Terminó mi educación secundaria y si no hubiera insistido una y otra vez con la enfermería no podría estar contando esta historia.
Qué difíciles las prácticas, nunca creí que existiera gente con venas tímidas. Pero lo logré, año tras año de esfuerzo y rebote y otra vez intentar.
Me recibí teniendo hijos ya. Sola y agobiada, pero con mi título y pudiendo trabajar. Les gustó a los de una clínica mi estilo, tanta dedicación y buen trato. Ahí quedé por años hasta que enganché en el hospital.
Doce, veinte, veinticuatro horas. Lo que sea. Trabajé con diluvios y sol radiante, con gente que se moría, que paría, que estaba triste o contenta.
Años llevo de cuidar vulnerables.
Pero llego a casa y no hay un abrazo que ayude a liberar las angustias de cada día. Qué día hoy, me volvieron loca. Me siento vulnerable.
Pero llego a casa.
La puedo mantener aunque cada vez que pago el alquiler invierto el 50 por ciento de mi sueldo. Menos mal que siempre hay algo extra para hacer.
Aun volviendo reventada siempre puedo ayudar a alguien más, hacer alguna aplicación, curaciones, lo que salga. En el barrio me conocen y respetan mi vocación, según dicen ellos. Necesidad, le digo yo.
Si no hay abrazo menos hay reparto de tareas. Pero esa fue mi elección, porque en principio nadie hacía las cosas como yo. Pero con el correr de los años, cuando ya cualquiera de los que viven bajo mi techo podría ocuparse de algo, ya se acostumbraron mal. Culpa mía, ya sé, es muy tarde para reclamar.
Siento el orgullo de brindarles a mis hijos confort y posibilidades, cosas que no tuve y que lógicamente les quiero dar. ¿De dónde sale lo que no se tuvo y aun así se reparte? De la propia voluntad, pienso.
Entonces empieza a calentarse el aceite justito cuando escucho que la puerta se abre, porque calculé la hora y llegan los comensales para sentarse a la mesa.
Hoy la tendrán que levantar ellos, porque yo ando un poco triste y me voy a ir a acostar. No lo van a sospechar, porque le lloro a la almohada, y porque no tengo cómo explicar que todo está bien pero yo estoy mal.
Que qué me falta, que dónde quiero llegar, eso ni yo lo sé.
Que sus notas son mi orgullo y la razón para mi esfuerzo, que mi casa es más digna de lo que imaginaba hace un tiempo, me pongo a pensar en lo que logré y ese alivio me permite descansar.
Pero mejor me duermo porque mañana a las cinco suena el despertador. Y el mate no se prepara solo.