La garantía expiró.
Lo digo como un concepto filosófico, eh.
He sido una dama muy atenta a los manuales de usuario, del uso correcto. Pero me equivoqué.
Desplegué mi orfandad sobre la mesa, como un mapa (siempre gracias, Alejandra) y asumí que necesitaba esos recursos para ser guiada, para asegurarme que algo podría salir bien.
Pero nunca funcionó, me cago en los manuales.
Tenía rulitos chiquitos cuando empecé a pifiar, algo torpe pero con esa impetuosa necesidad de comerme al mundo.
Qué extraordinario es ese anhelo, tan vital la convincente pulsión del poder lograrlo, sea lo que sea.
Hay un momento en el que el deseo es exclusivamente avanzar y aún no se llegó al condicionamiento. Ese vuelo es magia pura. Es estar saboreando la mejor parte del chocolate. Sólo delicia.
El primer registro de la potencial problemática puede llegar, por ejemplo, cuando el chocolate comienza a derretirse.
El manual había advertido, entonces siendo gente previsora utilizamos una servilleta, por ejemplo.
Pero el enchastre es inevitable y trasciende las fronteras. Ni hablar si es un chocolate relleno de dulce de leche, mi favorito.
No me asustan las manchas, prefiero disfrutar de las delicias del vuelo que las originan. Sin embargo pueden provocar consecuencias permanentes. Y no hay garantía, no señor. Usted decidió pese a las advertencias.
Como nadie tiene el monopolio de la ignorancia y de la sabiduría tampoco, en cada etapa de mi vida me asesoré cuanto pude para no fallar.
Incluso al ser madre, pero hete aquí que esos manuales no me convencieron jamás. Creé el mío propio, que tampoco funciona del todo, pero es mucho más divertido.
Y siempre me pregunté por el elemento que nadie se atreve a pautar.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio etcétera, gracias Jorge Luis por el aporte.
¿Dónde, cómo, con qué lograríamos obtener garantías?
Que nos hace bien, que nos abordó por sorpresa justo cuando dijimos que nunca más, que esta vez no me va a pasar, que soy otra, que la libertad no se negocia, que no me puedo relajar porque estoy aterrada, que ya no es lo que era, que qué cuernos es el amor, que es una mierda, que no era lo que esperaba y que menos mal que no amo más.
En este último tiempo estos tópicos frecuentaron las charlas con mis congéneres, porque algunas de ellas, y por supuesto que me eximo de semejante cosa, andan queriendo enamorarse.
Porque una sublima con pasión creadora, pero falta algo de la vitalidad del amor que no nos termina de cerrar.
Y se crían hijos o no, se trabaja, se disfruta de la vida, pero ay de eso que falta, qué atrevimiento ser punzada por esa delirante sensación.
Es una especie de deseo que no se define con el concepto psicoanalítico, porque es más.
Es correrse del horror de vivir en lo sucesivo, como insiste Borges. Y encontrar un trampolín.
Los manuales advierten para optimizar el buen funcionamiento. Cuando los obedecemos pretendemos garantías.
Sin embargo parece ser que la única garantía posible es la falla. Inevitablemente, tarde o temprano, sea cual sea el modo, se fallará.
Creo que amar es contrariar a todas las instrucciones para crear un nuevo trayecto sin más referencias que la propia experiencia y el propio temor.
Entonces hay una única funcionalidad que no está en duda.
Mientras haga cosquillas, mientras genere carcajadas que se escapan como cataratas, mientras su evocación pueda traer aromas, sensaciones, dulzor en los labios, deseos de proyectar nuevas vivencias aunque estas solo sean mirarse. Mientras todo eso siga ocurriendo, señorxs, el amor mantendrá su status de fallido, por siempre.
Pero, lo dicho: qué belleza el mientras tanto.