El decir de Paz

-¿Qué interpretaste? me preguntó la Campbell.

Me miraba con forma de sacacorcho, evidentemente quería extraer algo de mí, algo que sólo ella sabía y que a mí me importaba un pito.

Nada. No lo entendí.

-Paz, si vos no ponés voluntad las cosas no se van a resolver por

Tapones invisibles para los oídos.  Ahí la dejé de escuchar: ¿qué carajo sabe la Campbell de la voluntad que tengo que poner en mi vida? No me gusta leer, ¿tanto problema le genera eso?

Yo la veo, profesora, la observo cada día cuando su marido canchero la pasa a buscar en su auto importado, con su hija envuelta en el uniforme del Parroquial.  ¿Por qué no la trae a esta escuela?

Siempre lo pienso pero por alguna razón que no es respeto no se lo llego a decir.

Es como si fuera bronca, pero no con ella, ni con la boludita de la hija,  Es una bronca por no poder decírselo.  Y como no se lo digo, crece cada vez más.

Hace dos años que me toca Campbell, la de lengua.  Nunca repetí, pero ella va acompañando mis días como una cascarita que quisiera arrancarme, pero sé que me saldría sangre.  Entonces le pongo un cachito de papel higiénico arriba para no verla, para que no me moleste tanto.

Le entrego los trabajos que me pide, pero todos copiados: nunca leí nada.  Si supiera que mi casa es un bardo y mi hermana que es sordomuda se enoja conmigo porque no la miro cuando me quiere hablar, mi viejo labura todo el día y mi mamá, bue, hace lo que puede, qué se yo.

Nunca tuvimos hambre como sé que le pasa a Claudia y a otros pibes que son mis amigos, ellos salen a trabajar, cuidan chicos, hacen delivery, Tomás estaba paseando perros pero uno se le soltó y se armó un escándalo.  Así que van buscando changas.  Hay uno que ni habla pero lo vi en una obra, haciendo de albañil.  Es un pendejo, me parece terrible que esté haciendo tanta fuerza, además en la obra lo maltratan, le pagan dos mangos y está rodeado de gente que tampoco habla.  Le quiero preguntar si sólo hablan cuando pasa una mina y le explican de cuántas maneras le romperían el culo, pero después me acuerdo del respetado señor arquitecto que se hizo una cuenta falsa en Instagram y nos  empezó a seguir a unas cuantas para ver nuestras fotos.  Un viejo de cuarenta y pico, con hijas de mi edad.  Así que el problema no son los de la obra, el problema son los pajeros.  Y eso de charlarlo en casa no es tan simple como lo dicen en la tele: en el 32, el colegio de Mayra, un preceptor tenía a todas las pibas en Facebook, les comentaba cosas, en los recreos les hacía chistes.  Ninguna veía nada malo porque la gracia es esa, para qué vas a sacarte fotos si no las vas a mostrar.

Pero con una compañera de Mayra se zarpó, le empezó a escribir por privado y la invitó con cualquier excusa a no sé qué de arte, porque la piba toca la guitarra y él sabía que por ahí la iba a enganchar.  Y cuando se vieron se le tiró encima como si fuera que estaban juntos.  Él lo tomó así porque ella le daba bola por chat.  La piba  lo puteó y se fue a su casa, le contó a la madre y la castigaron: ¿cómo se le ocurría chatear con el preceptor? (yo chateo con todo el mundo mamá -dijo la piba- vos porque no sabés cómo es esto, todo el mundo chatea con todo el mundo) La castigaron por descuidada, por atrevida, por atorranta.  Mayra me contó que la piba quiso denunciar al preceptor y la madre casi le pega un bife, porque lo único que faltaba era que se metieran en un quilombo por culpa de  ella que era una provocadora.

Supongo que si en mi casa pasara algo así no me tratarían tan mal, pero es obvio que mis viejos no entienden cómo funciona esto.  Mi mamá tuvo su primera computadora cuando me dieron la mía en el colegio.  Estaba alucinada, porque ella quería comprarme una, sabía que era importante para buscar información de todo, que era una maravilla, aunque también le daba miedo no saber manejarla.  Pero si bien nunca pasamos hambre tampoco había guita extra.  Además el colegio de mi hermana es caro.  Qué lugar particular, es tan silencioso.  Una vez le fui a llevar la vianda que se había dejado en la mesada (además de sorda es una colgada) y entré.  Algunos hablan, pero con ese sonido de estar abajo del agua.  Pero ninguno escucha.  Se miran, se entienden, mueven las manos con una velocidad espectacular (Nosotros aprendimos  por ella pero entre compañeros hablan de otra manera)  A veces la veo haciendo gestos que nunca me dijo a mí, me imagino que se enoja y que inventa puteadas móviles pero silenciosas, y sus amigos la entienden y se ofenden, o se ríen.

Lucía es dos años más chica que yo y nació con esa discapacidad.  Le envidio la posibilidad de no escuchar algunas cosas pero también sé que sufre un montón.  Por suerte los enojos los dice todos: cuando me quiere hablar y yo estoy en la compu me agarra de los hombros, me da vuelta y me empieza con ese baile de manos a toda velocidad.

Nos llevamos bastante bien, sobre todo en comparación con otros pibes que se matan, tengo amigos que odian a sus hermanos.  Una vez me gustaba el hermano de una y al final lo empecé a odiar de tanto que me daba manija mi amiga, que decía que era un pelotudo y qué se yo.

Nosotras somos dos nada más, y aunque compartimos pieza estamos bien, bastante cómodas.  Limpiamos un poco, cocinamos más o menos, cuidamos a mamá.

La Campbell me dijo que si no leía una novela me llevaba la materia.  Y nunca fui una alumna excelente pero si me llevo una materia creo que a mi papá le agarra una depresión que me va a llenar de culpa.  El tipo piensa que sí soy brillante: habla de mí con todo el mundo como si fuera que lo voy a salvar.  Siempre me tuvo demasiada fe, si hasta la convenció a mi vieja para que me llamaran Paz. Mi tía me contaba que cuando nací mi papá la abrazó y le dijo: ahora sí llegó la paz a nuestra vida

Ellos también eran dos hermanos, mi tía y mi viejo, pero lo pasaron muy mal cuando eran chicos.

Mi abuelo era muy exigente con las cosas de la disciplina, el orden, pero sobre todo el “respeto”.

Un día no los dejó ir al cine (no tenían mucho para hacer en esa época) y la tía y mi papá le quisieron hacer algo como de venganza.  Cuando la mamá los mandó a preparar el mate para el viejo, le tiraron agua hirviendo en la bombilla.  Él acercó la boca y se quemó.  Fue una pavada, ¿cuánto se puede haber quemado? Pero en el susto revoleó el mate y se enchastró el uniforme con yerba.  Ahí se pudrió todo.

Siempre cuentan que los miraba y ya les decía todo con los ojos negros prendidos fuego.

El abuelo se murió poco después de mi nacimiento, creo que sus últimos años fueron una tortura, porque estaba postrado y se puso más autoritario.

Pienso que si no le daban bola él no podía hacer nada, como si yo no quisiera mirar a Lucía.  Pero creo que le tenían tanto miedo que lo atendían igual.  En cambio yo a Lucía la miro porque la quiero entender.

También pienso que le haría un montón de preguntas al abuelo si estuviera vivo.  Pero son cosas que no se pueden resolver.

Me puse a googlear una novela para adolescentes y todas las que me aparecen son las que la de lengua dijo que no podía elegir, seguro son las que lee la hija.  Igual no me interesan: todas de magia, de vampiros, o de pibes que se matan porque la vida es difícil.

Así que me llené de paciencia y le fui a preguntar a mi mamá, con todo lo que me cuesta, porque ella es muy buena, es muy amorosa, pero hace dos años que no se anima a salir de su pieza.  Yo sé que tiene miedo de morirse.

Antes era maestra.  Cuando yo estaba en primer grado ella era la seño de segundo.  Después  me cambiaron de escuela y pasados unos años empezó a sentir que se iba a morir.  Los médicos la revisaron por todos lados y le aseguraron que no, que no tenía nada para preocuparse, pero por las dudas le recetaron un montón de pastillas y se puso cada vez peor.  Pero ya no decía más nada.  Cuando conversa con Lucía lo hace lentamente, me imagino que si dijera las palabras sería como los discos viejos, con los sonidos estirados.

Me senté en su cama y me miró medio encandilada porque estaba en la oscuridad.  Le dije que necesitaba una novela, que la de lengua me estaba obligando, que no me interesaba nada.

Me agarró media mano, toda suavecita, y preguntó qué me podría resultar interesante.

Bueno, desempolvó el título docente, pensé.  Esa pregunta no es de una mamá.

Le dije que nada, se rió, le dije que en serio, nada.

Se incorporó despacito en la cama y se sentó como cuando éramos chiquitas con Luchi y nos leía.  Contaba los cuentos en tres idiomas a la vez: con las palabras habladas, con las señas y con los ojos, con esa alegría de cuando te gusta mucho lo que estás diciendo.

No me acuerdo cuánto hace que no nos lee un cuento pero hay uno que me voy a acordar siempre, de los animales del circo haciendo una huelga en contra de los humanos que los obligaban a trabajar. Pero esos eran cuentos para chiquitos, ahora necesitaba algo de grandes.

Me dijo que pensara qué cosa me ponía contenta.

No sé, pensé.  Porque no quería darle el gusto de no saber eso, tan obvio.  Pero como está entrenada en leer los gestos se dio cuenta, y me dijo que seguro que sí lo sabía.  Que pensara, que identificara los momentos en los que era feliz.

Me dejó todo el día pensando en la felicidad, porque  para mí estar feliz es un rato.  Este rato, por ejemplo, charlando con ella en su idioma lento pero profundo.

O cuando llegó mi viejo y contó que casi rajan a uno de la empresa, que estaban todos atemorizados y nadie se animaba a decir nada.  Pero se reunieron después de hora y lograron que el sindicato los protegiera.

O cuando mi hermana me dijo que estaba enamorada y me contó cómo se lo dijo al pibe, cómo él le dijo que era muy linda pero muy sordomuda, y cómo ella le dio cátedra con una cachetada que lo dejó pelotudo.  Ahora está de novia con otro, mucho más piola.

Y cuando Mayra me contó que armaron un escrache para denunciar al preceptor, y fuimos un montón de chicas y chicos de otros colegios, y no sé si lo van a echar, pero por lo menos todo el mundo se enteró de lo que él no decía.

O ni hablar de cuando me pareció que me gustaba una chica, y no tenía planeado decir nada al respecto.  Y ella lo sintió, lo percibió.  Parece que al final las palabras van haciendo el caminito por el cuerpo y salen igual, y si uno se resiste es ridículo, porque se nota más: salen de repente.  Con esa chica nos dimos un beso.  Nadie entendía nada, nosotras tampoco, pero nos gustábamos y no lo habíamos podido decir.

Mamá se me quedó mirando calladita.  Hay cosas que no se olvidan porque parece que salieron de una pintura, o de una película.  Se levantó, fue hasta la biblioteca a la que no le daba bola hacía años y sacó un libro que dejó la huella sin polvo, evidenciando su ausencia y el largo tiempo de estadía sedentaria.

Pasó las hojas en un pase de magia, en un movimiento de experta.  Transitó en un segundo todo el libro y me miró como si lo hubiera recordado todo con ese gesto.

Levantó un poquito la persiana dejando que la mohosa oscuridad perdiera terreno ante la propuesta de la vida luminosa.

Volvió a la cama, se puso un saquito, se sentó y pegó dos palmaditas en el colchón.

Chiquita, estuvimos muy calladas, me dijo.

Generó un baile sugerente del libro sin abrirlo: la contemplación de cada parte, ese gesto tan gracioso de oler las hojas.  Era de Cortázar, a ese me lo nombró bastante la Campbell.

Tenía un montón de páginas, yo no lo iba a terminar nunca.

Pero ahí arrancó mamá: “A su manera este libro es muchos libros”.

Nos pasamos la noche leyendo y al otro día lo retomamos.  El sábado lo terminamos.  Fueron tres días.  Lucía cocinó todas las veces.  Mi viejo nos espiaba cada tanto y creo que lo vi lagrimear.

Mamá me explicó todo lo que no entendía.  Tuvimos que traducir un montón de palabras del francés.  Nos pusimos coloradas, lloramos, interrumpimos la lectura para quedarnos calladas con un gesto que nos une: la mano en el pecho cuando estamos muy impresionadas.  Y de repente volvíamos a hablar: mamá leía y yo estaba callada pero de la boca nada más.  Me pasé toda la lectura dialogando desde mi emoción.

Cuando terminamos la abracé.  Sentí la alegría y la tristeza y el miedo y la infancia y las cosas no dichas y Lucía y mi abuelo y todas las injusticias del mundo.

Le pedí a mamá que no dejáramos de leer nunca.  Que no tuviera miedo.  Que yo siempre iba a seguir pensando en qué era lo que me hacía feliz.  Que la Campbell no era lo más importante.

Y otra vez en un gesto de película estaba sentada y se levantó truinfante.

No nos callan más, hija.  Me dijo.

Y levantó la persiana del todo.

Quién sabe cuánto hacía que mamá no se ponía a leer.

 

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Andrea Boq

 

 

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