Si algo me enseñó Bukowski es que emborracharse en un bar es un gran recurso para sobrellevar lo podrido de este mundo.
Esta tarde me convoca a ahogar mis penas.
Y porque tengo otros hábitos, me preparé un cortado con espumita y una a una ahogaré un tendal de Chocolinas en él, exorcizando en ese rito chocolatoso cada aspecto de mi tristeza.
Zambullo y pego el mordiscón.
Se derriten rápido y si no las rescato a tiempo cuchareando hábilmente dejan un fangoso sedimento en el fondo del café.
Cada cosa no resuelta a tiempo engrosa el lecho de la taza, cuando la habilidad para rescatar la Chocolina no es suficiente o se demora.
Y llega un punto en el que lo que cae absorbe todo el café, y la cuchara comienza a deambular inquieta entre restos de galletitas mojadas. Ya no hay nada para beber, sólo un trabajo de remo constante, que no tiene salida, que no obtiene ninguna respuesta, que ya no rescata nada.
Café y Chocolina se fusionaron en un barro inseparable que nadie beberá; que tampoco puede ser comido. Que se desintegró como el instante ese que ocurre entre la exhalación y la vuelta a inhalar: imperceptiblemente.
Aceptando las leyes de la física, comprenderé que cada acción tiene su reacción, y que el volumen que asciende es igual al volumen sumergido.
De modo que estoy evaluando cómo evitar la eterna remada. Quizás cambiando galletitas por grisines, café por mate, ilusiones por realidad, y con sólida consistencia resistir estoica la que venga, como es esperable que yo haga. Como quisiera ya dejar de hacer.
